«Lando» – Por Chacho Pron

No veía a Orlando Avalle desde que llegó la pandemia. Tampoco lo había frecuentado demasiado antes, pero tuve el privilegio de compartir gratos momentos las veces que lo visité y me regaló las decenas de anécdotas que atesoraba ese único vecino de El Trébol –así aseguraba él– que todavía vivía en la misma casa en que había nacido.

Esa particularidad le daba un conocimiento del acontecer de su barrio y una autoridad para transmitirlo que me fue muy útil cuando, a pedido mío, me brindó valiosa información sobre familias y comercios de la ciudad que se refleja en la Crónica histórica de una construcción der 130 años, el libro sobre El Trébol que presenté este año.

La amistad que me dispensó me da algo de consuelo ante esta dura pérdida, de la que me acabo de enterar. Una pérdida especialmente sensible que se suma a la de una de las hermanas Charles –Ebe (imposible disociarla de Iris y Chola)– días atrás, en la misma cuadra del bulevar América. Lando y las Magín, como se las conoce cariñosamente identificándolas con el nombre de su padre, eran –son– la memoria viva del pueblo que poco a poco se va perdiendo.

Lando era, creo yo, hipocondríaco. Cada vez que nos cruzábamos y le preguntaba cómo andaba me respondía: “Bien, pero…”, y me contaba de alguna dolencia nueva, imaginaria, que reemplazaba por otra a cada nuevo encuentro.

Cierta vez en que lo vi más agobiado que nunca, hace varios años, se me ocurrió embarcarlo en algún proyecto que lo entusiasmara y lo ayudara a salir del pozo anímico que atravesaba. Conociendo su afición por la música y especial los instrumentos de cuerda le compré un violín y se lo entregué bajo la condición de que aprendiera a tocarlo y que luego me enseñara a mí. Y que lo tuviera de por vida hasta que decidiera restituírmelo. Pero no funcionó, aunque seguramente sirvió para distraerlo de la preocupación que lo afectaba en ese momento. Tiempo después me confesó que no lograba ejecutar nada con ese instrumento y que había desistido del intento, colgándolo, como lo vi, junto a las guitarras que había ido usando a lo largo de su vida. Ahí estará todavía.

Lo último que tuve de él fue un mensaje grabado en video por su nieto Lisandro que me llegó por whatsapp saludándome por el Día del Periodista, el 7 de junio. Para no faltar a su costumbre, en él me decía allí que estaba algo mal de la garganta.

A Lando, que había sido el primer niño bautizado en el nuevo templo parroquial de El Trébol, en diciembre de 1940, lo conocí por frecuentar el negocio de sus padres, al qwue mi mamñá me mandaba a comprar botones, elástico, hilos y cosas así. Él me llevaba ocho años.

Cuando se es chico esa diferencia es enorme y es difícil establecer una relación, pero a medida que crecemos y envejecemos se va acortando hasta casi ser insignificante.

De los años 50 siempre recordaré mi asombro de niño, parado en la esquina de Larrechea y Río Negro, cuando lo vi pasar con otros muchachones arrastrados por el torrente que bajaba por esta última calle después de una lluvia intensa. Iban sentados en el hueco de sendas cámaras de automóvil utilizadas como balsas que hacían un vertiginoso trayecto desde el bulevar hasta la vía. Disfrutaban “como locos”, gritaban y reían y saludaban a los vecinos desde la veloz pista acuática que se formaba de cordón a cordón sobre la calle de tierra. Esa imagen de felicidad me acompaña hasta hoy en día, Y me seguirá acompañando después de haber sido uno de los tantos amigos que uno va cosechando por la vida.

¡Hasta siempre, Lando!